Centenari enric valor

divendres, de setembre 07, 2007

nuestra feliz vida

Solía pensar que lo acabaría dejando, pero no acababa de decidirme. Lo cierto es que odiaba ese trabajo, como odié en su momento los estudios superiores, la educación secundaria obligatoria o el curso de administrativo. Como odiaba aquellos asquerosos y patéticos cursos para parados.

Una manera de tenernos entretenidos mientras acumulábamos palmaditas en la espalda, y "no es lo que necesitamos en este momento". Como odiaba aquel módulo de formación profesional o aquellos supuestos amigos que solían pegarme o ahogarme en la piscina de la urbanización a la que solía ir con mis padres de pequeño en verano.

Era un conjunto de pisos para trabajadores de clase media que contaba con una piscina y un jardín artificial con palmeras, arbustos y una zanja a modo de riachuelo que lo bordeaba todo. El conjunto de plantas lo formaba un montón de especies de esas que sabes que las han traído de otros lugares y te preguntas cuánto tiempo durarán con ese clima. Allí solían ir en verano ancianos alemanes, o ingleses. Gente a la que pasar sus vacaciones aquí les salía más barato que en su país de origen y que venía atraída por el clima y todo el despliegue turístico institucional.

Por supuesto, también estaban aquellos que, teniendo una vivienda en la capital, se compraban un piso en la zona costera y se hipotecaban y luego, cuando ya no les quedaba dinero para costeárselo, lo alquilaban a otra gente que no tenía dinero para comprarlo y, finalmente, lo vendían. Este era el caso de mis padres. Y el de muchos de los grandes amigos que hicieron allí. Todos acababan vendiéndolo. Al principio se decían a sí mismos que era una buena inversión, disfrutarían el tiempo que pudiesen y, llegado el momento, podrían venderlo, por un precio superior al que les costó. No sé cuánto dinero cobraron mis padres, yo era muy pequeño. Sólo sé que al final lo vendieron y que andaban quejándose todo el tiempo.

A todo el mundo le llegaba su momento. Tarde o temprano todos acababan admitiendo su fracaso y la frustración iba en aumento. No quiero hablar de lo que hacía mi padre para tratar de paliarla, ese no es el tema. Tampoco las voces de todos aquellos supuestos colegas que les decían que era una mala idea, que acabarían arrepintiéndose. Que se lo decían por su bien, y acabarían por darles la razón. No tiene nada que ver con todo esto.

De hecho, nada de esto es el tema. Ni las residencias veraniegas, ni los ancianos extranjeros de tez rojiza ni siquiera las playas a las que solíamos ir, repletas de compresas, tampones y condones usados. Tampoco mis padres, ni los tuyos.

Esto va de cuando estando sentado en aquella silla frente a aquella pizarra, entre miradas asesinas de la que por entonces era mi profesora, me pregunté qué estaba haciendo aquel día hacía exactamente un año. Y empecé a recordar. No estaba trabajando. Ni realizando un maldito curso para desempleados. No tenía a esa zorra de vestido rojo y labios rojos y tacones rojos mirándome acusativamente con sus ojos saltones. Todo era bastante diferente. Acababa de dejar el instituto. Y de enamorarme. La chica de la que estaba enamorado solía faltar a clase y ella y yo nos íbamos a cualquier parte. Adonde fuera. Y hacíamos lo que nos viniera en gana. En todo momento. Recordé exactamente lo diferente que había sido mi vida aquella mañana de enero. Y me di cuenta de donde estaba. Pero no supe explicarme ni por qué ni para qué. Me preguntaba si realmente quería estar ahí. Y trataba de encontrar alguna razón, pero no encontraba ninguna.

La profesora me miró. El resto de alumnos también, y yo me largué. Me preguntaban que a donde iba, que por qué, que qué pasaba. Yo no respondía. Repetía una y otra vez como un idiota "tengo que irme". Y me fui. Y me crucé con la coordinadora del curso. Una mujer algo mayor que trataba de apoyarnos y animarnos, y de demostrarnos que con esfuerzo podíamos conseguir un buen trabajo. Y a esa señora le conté algo sobre que necesitaba dinero, y empleo, y no podía estar allí. Ella trató de convencerme de que realizando ese curso lo lograría y yo le dije que eso era esperar demasiado. No quiso que le devolviera el material gratuito para alumnos que bajo ningún concepto debíamos estropear, pues podía servir a otro, ni el maletín donde lo llevábamos. Antes de que me fuera me dijo que le diera dos besos y me deseó suerte. La verdad no sé por qué le conté toda esa mierda.

La chica con la que salía no supo qué decirme. Reír o llorar. La misma chica del año anterior. Fui a recogerla al instituto. Le dije que lo había dejado y no pareció sorprenderse. Solía hacerlo. Siempre por algún motivo. Me apuntaba a cursos gratuitos y los dejaba. A los tres meses, lo dejaba. Y no hablemos del tiempo que aguanté en mi primer trabajo.

Lo cierto es que estarás pensando que no tengo futuro. Después de todo, imagino que también sabrás que yo lo sé y, lo más probable es que también sepas lo estúpido que sonaría un consejo a estas alturas.

La verdad es que me da igual. Qué más puedo decirte. Supongo que ya lo sabías.