Centenari enric valor

dijous, d’agost 03, 2006

sindicalismo

Liquidación social y liquidadores. La degeneración de los ideales revolucionarios ante el fin de la clase obrera en occidente

El 19 de julio de 1936 el proletariado español respondió al golpe de estado franquista desencadenando una revolución social. El 23 de febrero de 1981 tuvo lugar un golpe de estado ante la indiferencia más absoluta de los proletarios, quienes apenas movieron el dial de la radio o el mando del televisor. El contraste de actitudes obedece al hecho de que el proletariado era en el 36 el principal factor político social, mientras que en el 81 no contaba ni siquiera como factor auxiliar de intereses ajenos. Si el golpe del 36 iba en contra suya, el del 81 fue un ajuste de cuentas entre diferentes facciones del poder. Ni en los análisis más alarmistas la conflictividad obrera fue tomada en consideración por la sencilla razón de que era mínima. Los golpistas pasaron del proletariado porque no era más que una figura secundaria de la oratoria política, algo históricamente agotado.Durante los años de la “transición económica”, los 80, la clase obrera fue fragmentándose y resistiendo a escala local a su “reconversión” en clase subalterna, hasta 1988, cuando la huelga mediática del 14 de diciembre, donde se convirtió en masa de maniobra de operaciones políticas y sindicales que terminaron por destruirla. Uno de los resultados de ese periodo de adaptación a las nuevas condiciones del capitalismo mundial fue la ruptura entre los obreros adultos mejor situados en las fábricas y los obreros jóvenes, peones y precarios, que impulsaron las primeras asambleas de parados. Esa fractura tuvo sólo un fruto comestible: una nueva conciencia basada en la crítica radical del trabajo, en el rechazo del trabajo como actividad central de la vida cotidiana. Paralelamente, se desarrolló un medio juvenil exterior a las fábricas, más preocupado por cuestiones extralaborales como la insumisión, la okupación, la represión, la contrainformación, el antimilitarismo, el consumo de cannabis, el vegetarianismo, el feminismo, la movilización estudiantil, etc. En ese medio la cuestión social perdía su carácter unitario y se desagregaba, replanteándose sus pedazos como problemáticas particulares sin aparente relación entre sí. Al final de la década se produjo el desplazamiento del centro de gravedad social desde las fábricas a los espacios de relación juveniles, herederos involuntarios de tareas históricas imposibles, tanto por su carácter heterogéneo y efímero como por la confusión y el relativo grado de compromiso social de sus promotores. Todos los esfuerzos por coordinar actividades, fomentar debates y conectar con luchas urbanas tropezaron con los mismos defectos: la dispersión, la inercia, la ignorancia, la falta de referencias... El medio juvenil estaba condenado a devenir un gueto conformista donde la crítica radical brillaba por su ausencia, sustituida por la indefinición, la pose, los tópicos contestatarios y la moda alternativa. Se revelaba como un medio de transición para una vida adulta integrada, como el instituto, la FP o la universidad. Los primeros intentos por superar esa situación fueron puramente organizativos, formales, a base de encuentros y asambleas, por lo que resultaron un fracaso. Así terminó la llamada “área de la autonomía.” Peor fueron las movilizaciones con objetivos políticos concretos (el 92, la OTAN, la guerra del Golfo) que a menudo lindaban con la vieja política institucionalizada y sucumbían a su influencia. Antes incluso que analizar las derrotas y recuperar la memoria de las luchas radicales, había que efectuar una crítica despiadada al propio medio, a sus inconsecuencias, a su frivolidad y a su falta de coraje intelectual, con el fin de depurarlo tanto de adherencias sentimentales burguesas como de mitos y prácticas militantes. Sin embargo, mayoritariamente se hizo lo contrario: se quiso reconstruir a toda prisa un nuevo espacio político, espacio que había sido abandonado por los partidos y sindicatos al incrustarse en el aparato de la dominación. Así surgieron “plataformas”, “espacios”, “colectivos”, “redes” y “fórums”, y se redescubrieron los encantos del sindicalismo minoritario, del nacionalismo, del tercermundismo y de la política neoestalinista. Las nuevas tecnologías proporcionaron la estructura mínima para garantizar las apariencias de movimiento. Durante los 90, años de la globalización de los intercambios económicos y de la reestructuración de la clase dominante, el propio sistema de dominación se puso a la cabeza de la lucha contra los desastres que él mismo había provocado y con internet de por medio posibilitó la existencia de aquél nuevo espacio, un “espacio ciudadano” donde desarrollar las actividades complementarias a la política institucional de los partidos y sindicatos. Del localismo se pasó sin transición a la escala internacional. El gueto juvenil se vio de pronto sumergido en las marchas a Bruselas y los movimientos contra cumbre, verdaderos estados generales de la recuperación, que, a partir de Génova, se convirtieron en la quinta rueda del carro electoral de la socialdemocracia. El impacto tecnológico creó en las masas juveniles la ilusión de una comunidad mundial provista de un proyecto realista de cambio social. Sin embargo lo que las telecomunicaciones facilitaron fue un espacio virtual, y por consiguiente irreal, donde verter la frustración y la miseria espiritual de miles de personas, de forma que la abundante base social sobre la que erigir una causa quedase atrapada en las redes de la inexistencia. Las líneas de comunicación directa que subsistían en los medios juveniles quedaron irremisiblemente dañadas, como demuestra la desaparición de revistas, el cierre de locales de debate, librerías o editoriales, la decadencia de las asambleas, etc. La explicación está en que el espectáculo como relación social se había apoderado de la sociedad y los jóvenes se habían convertido en la vanguardia de su imperio; por primera vez y gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación irrumpían los jóvenes como masas, aportando al activismo los rasgos característicos de la pubertad, a saber, el culto del presente, el rechazo del esfuerzo y de la experiencia, el narcisismo, la búsqueda de la satisfacción inmediata, la confusión entre el ámbito privado y la vida pública, entre lo serio y lo lúdico, etc. Las masas juveniles eran más sensibles que las adultas al mayor mal de la sociedad del espectáculo: el aburrimiento. Lejos de sentir como suya la causa de la libertad o la lucha contra la opresión social, lo que realmente sentían era una necesidad ilimitada de entretenimiento. Las masas juveniles, profundamente despolitizadas y sin interés alguno por politizarse, salieron a la calle a divertirse, a escenificar su generosidad inexistente y su compromiso volátil. En la sociedad del espectáculo la protesta era una forma de ocio y el pathos trágico de la lucha de clases debía retroceder a favor de la comicidad, el desenfado y la fiesta como formas genuinas del espíritu manifestante. Si descontamos la internacionalización del espectáculo, la consecuencia principal de la globalización capitalista fue la deslocalización del proletariado. Mientras en la periferia del sistema se recomponían y agitaban las clases “peligrosas”, en el centro desaparecían las industrias y la actividad específicamente campesina, alterándose la estructura social y volviéndose obsoletos conceptos fundamentales del pensamiento crítico revolucionario tales como “clase obrera”, “autogestión” o “sujeto histórico”. Aunque la degradación del medio obrero es un fenómeno antiguo, las conclusiones que se deducían del imparable proceso, la disolución final del proletariado como clase y la desaparición ineluctable de la conciencia de clase, eran problemas que se preferían ignorar. La eternidad de la lucha de clases era un tabú intocable. Para el activismo social continuista la existencia de una clase portadora de los ideales manumisores estaba fuera de cualquier duda, puesto que si hubiera prescindido del concepto el edificio teórico por él sostenido se hubiera desmoronado, y con él la justificación de dicho activismo. Pero como los hechos eran tozudos, la clase obrera iba convirtiéndose en algo cada vez más gaseoso, en una abstracción, y la crítica social obrerista, en una ideología de consolación. Al desconectarse de la realidad, la agitación social tenía que degradarse a su vez y quedar al margen, alumbrando sectas encerradas en sus dogmas y creencias, residuos petrificados de verdades válidas en épocas pretéritas. La alternativa a la fe, a falta de una verdadera crítica del periodo final de la lucha de clases, a falta del restablecimiento de una perspectiva histórica de los combates sociales, tenía que ser otra fe. Así los nuevos remedios para el sectarismo, eran forzosamente sectarios. Hubo intentos verdaderamente cómicos de restaurar la ideología leninista y voluntaristas anclajes en el anarcosindicalismo y el consejismo. Para sus partidarios no había nada nuevo bajo el sol; todo estaba dicho. La aparición de las masas juveniles con toda su alegre intrascendencia no hizo sino reforzar ese atrincheramiento.Forzosamente, entre los portavoces de la movida juvenil dominaba una actitud posmoderna que pretendía ser pragmática, es decir, levemente crítica y profundamente conformista, dispuesta a caminar por las sendas trilladas y a discurrir los cauces inocuos. Encontraron sus herramientas intelectuales en ideologías light como el negrismo, el castoriadismo, el ecologismo, el ciudadanismo o los productos de la marca IPES. Conceptos como “movimiento de movimientos”, “poder civil”, “lo social”, “el imaginario”, “ciudadanía”, “pluralidad”, etc., sirvieron para la evacuación de arcaísmos ideológicos obreristas, derribando de paso conquistas intelectuales básicas, aportaciones críticas imprescindibles, y en general, echando por la borda todo el bagaje teórico de la lucha precedente. Como coartada política se buscó un proletariado de sustitución en los seres inermes y amorfos calificados por los pensadores orgánicos de “multitud”, ciudadanía, sociedad civil o simplemente “la gente”. El nuevo sujeto histórico era pura ficción puesto que el verdadero había sido liquidado por el capitalismo, pero su imagen ficticia era necesaria porque el espectáculo del combate social necesitaba un proletariado fantasma. La salida obligatoria de tal pragmatismo era la búsqueda del diálogo con el poder pero su legitimidad no podía basarse en la clase obrera real sino en una de prestado. Una nueva clase o “movimiento social” imaginario escapaba de los verdaderos escenarios de lucha para situarse en el terreno del espectáculo, puesto que ni ella era clase, ni su lucha era lucha. Después de la manifestación de Barcelona “contra la Europa del capital”, todo fue procesión pactada y controlada. Quienes ante la crisis de las ideologías obreristas optaron por la protesta encarrilada y falaz, optaban realmente por PRISA y la socialdemocracia (y lo sabían). La adopción del pacifismo como principio indiscutible de acción purgó de las asambleas y las manifestaciones a los radicales. Los antiglobis no buscaban enfrentamiento sino diálogo. No aspiraban a cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra gestión capitalista era posible. Lo que pretendían reformar no eran más que los mecanismos de cooptación de la clase dominante. Querían acceder a la elite dirigente haciéndose a valer en las ONGs, los foros sociales y las concentraciones anticumbre. Su lenguaje debía volverse más ambiguo y vacío de contenido, sencillamente retórico: el plomo de la nimiedad –votar, enviar mensajes, navegar por la web, amontonarse— se transmutaba en el oro de actos extraordinarios de lucidez histórica y heroicas muestras de valentía. Tal disparatado discurso quería cubrir una actitud “realista” ante el poder, por eso en la medida que definían una política “desde abajo a la izquierda”, ésta era la política de siempre; en la medida que reclamaban una alianza, era con los partidos y sindicatos de siempre; en la medida en que llamaban a votar, era a los candidatos de siempre. Otro mundo era posible, y otros dirigentes, y otra basura. A fuerza de cuestionar el orden establecido lo menos posible, su acción concluía rápidamente en la apología. Quienes hablaban y se comportaban de tal guisa, habiendo querido ser reformistas, acababan como reaccionarios llamando a la puerta del poder. El fallo resulta de haber contado con la complicidad de las masas para la política, porque las masas, despolitizadas por definición, no son ni pueden ser ningún sujeto político. Si algo aceptarían las masas sería convertirse en objeto de la política; las masas no quieren cambiar la sociedad, en todo caso esperan ser cambiadas ellas mismas por los dirigentes sociales. Los que ante las nuevas realidades optaron por las viejas ideologías, optaron principalmente por la contemplación, lo que desencadenó una reacción activista que llevó a numerosos altercados con los guardianes de la ortodoxia y de la parálisis. Pero los verdaderos contrincantes del activismo extremista fueron los seudopacifistas de la “otra globalización”. Estos activistas de nuevo estilo eran partidarios del enfrentamiento inmediato con el sistema y por lo general se despreocuparon de las contradicciones que oscurecían e impedían la reformulación de la cuestión social, planteando la supremacía de la acción práctica sobre la reflexión, y reduciendo ésta a una actividad subalterna al servicio de aquella. De este modo la crítica social quedaba disminuida a propaganda activista, simplificada en análisis, fórmulas y consignas aptas para el consumo quinceañero. En caso extremo, había incluso quienes veían en la reflexión, a no ser que se limitara a la glorificación de las llamas, un impedimento más que una guía para la acción. Se caía en un pragmatismo de otro tipo y el empobrecimiento de la crítica comportado fue también el de la propia acción. El menosprecio del pensamiento es el de la estrategia. La acción privilegiaba uno de sus momentos, el choque, y se olvidaba de los demás. Aparecía como respuesta inmediata independiente del lugar, del tiempo y de la oportunidad, puntual, minoritaria y violenta. La acción devenía un fin en sí mismo, más necesitada de técnica que de ideales. Una cierta clase de acción. Para el activista no era necesario saber nada que no estuviera directamente relacionado con la acción. Y ésta no trataba de delimitar campos para lograr un terreno donde los oprimidos ejercitasen la libertad, sino que pretendía ser un acto ejemplar susceptible de despertar admiración y tener imitadores. El grado de destrucción conseguido determinaba la calidad, pues el fetichismo de la acción inducía a la mistificación de la violencia y asimilaba ésta al radicalismo; asimismo confundía con frecuencia dominación con represión de tal forma que, creyendo combatir al orden establecido simplemente disputaba con su policía. En ese contexto a la falsa oposición entre teoría y práctica correspondía la contraposición entre organización de masas y agrupación informal. Hasta entonces la organización siempre había significado fuerza; no negaba la informalidad sino que la complementaba: la sociabilidad de clase, los entramados de ayuda mutua y solidaridad, el compañerismo, la entrega... eran lo que proporcionaba a la organización solidez y a la vez impedía que degenerase en estructura burocrática. Evidentemente las estructuras informales son hoy la única forma posible de organización entre otras cosas porque las bases informales que constituían los cimientos de formas más coordinadas han sido destruidas por el enemigo. La enorme dificultad que existe para que los individuos entablen relaciones transparentes y se comprometan con la causa de la libertad obliga a ser muy flexible en cuestiones organizativas, pero eso no es un logro, sino una condición impuesta por el deterioro de las personas, deterioro ocasionado por la alineación capitalista. La estructura informal se impone cuando el egoísmo estrecho domina y la actitud solidaria es una rareza. El espontaneísmo cuando es de buena fe revela un temor enfermizo a la manipulación, y cuando no, una simple falta de compromiso. Por otro lado, la informalidad no es una vacuna contra la burocracia; los movimientos contra el paro primero, y después contra la globalización y contra la guerra, eran en extremo informales pero tenían una burocracia que hablaba en su nombre muy bien definida. Tampoco es un remedio contra la infiltración; los provocadores saben manejarse tanto por esos medios como por los otros. Son otros factores los que cuentan: la experiencia, la calidad humana, la astucia... Lo que desde luego no se puede hacer informalmente es pasar a la ofensiva, pero por desgracia, estamos lejos de poder permitirnos algo parecido a eso.En realidad la mentalidad tanto activista como contemplativa se comprenden perfectamente si nos damos cuenta de que no son más que formas tecnófilas de la mentalidad adolescente y la senil. Dado que la dominación tiende a mantener a toda la población en minoría de edad permanente, el activismo se da también en gente ya muy entrada en años. Dentro del sistema se suele estar en la edad del pavo. En cambio, los buenos tiempos perdidos, la rigidez, el primitivismo, el estar de vuelta, la rutina, etc., son rasgos de viejos pendejos, no necesariamente exclusivos de la senectud contemplativa; la ignorancia aguda “teen” suele disfrazarse con sucedáneos de sabiduría, y la cobardía, de prudencia. La fosilización además, es también otro rasgo bien moderno; hay jóvenes que acaban de salir del huevo, pero otros parecen haber sufrido dos o trescientos años de incubación. Lo curioso es que ambas mentalidades son menos opuestas de lo que parece; con facilidad se pasa de la herejía al fundamentalismo, y el extremista de hoy puede con toda probabilidad convertirse en el pacifista renegado de mañana. La inconsecuencia es un aspecto de la inmadurez cercana a la esclerosis, que lo es de la vejez, por lo que no son de extrañar tales mutaciones. La inmensa capacidad de autoengaño de cadetes y vejestorios contribuye a ello. De la improvisación y atolondramiento activistas puede pasarse sin etapas intermedias a la sofisticación ideológica y la corrección política. Son conductas que anuncian una toma de conciencia de clase, pero de la clase que domina. Juvenilización y senilización son dos lados del proceso destructor de la individualidad y por tanto, de las clases oprimidas en tanto que comunidades de individuos conscientes. Dicho proceso prosigue hasta construir verdaderos seres adictos a la dominación. Empezó a darse después la destrucción de los medios obreros clásicos; la degradación de la conciencia es la responsable de múltiples ideologías. Mantener un grado elevado de conciencia social equivaldrá en estos momentos a tener la edad que corresponda. Así cada cual sacará el mayor partido de su experiencia y de su continuo aprendizaje situándose en el radicalismo. Son radicales los que no contemporizan, los que no pactan, los que van derechos a la raíz de las cosas. Pero sólo van derechos los que saben donde se halla dicha raíz. Charla en la librería Sahiri de Valencia el 11 de marzo de 2006, con motivo de la presentación del libro “Golpes y Contragolpes.” MIQUEL AMORÓS