Centenari enric valor

dissabte, de març 15, 2008

Gentecilla gris, tarada, del crimen legalizado (Seguiré robando, y no ejerciendo...)


La forma que tiene de corromper la pobreza es más dulce que la de la riqueza. A mí, funcionario de educación de origen miserable, me corrompieron ambas; a mi amigo Basilio, pastor hijo de pastores, ninguna. No fui inmune a la acumulación de capital, y luego dilapidé mis ahorros como un necio. Inmoralizándome, la pobreza me arrojó al mundo del delito, donde atesoré hermosas vivencias.
Nunca me sentí mal después de un robo, y sí cada día a la salida del trabajo. Decía Genet que robar era más digno que trabajar. Por supuesto... Más conscientes son de ello los peores trabajadores que los mejores ladrones.

La vocación hacia el hurto me llegó en la niñez. Para mí era una tarea absolutamente seria, trascendente, a la que dedicaba lo mejor de mi inteligencia y lo más incisivo de mi imaginación, robar golosinas en el supermercado. Fui creciendo, y a la par perfeccionando mis mañas, ganando en astucia, robusteciendo mi afición. Sustraía cintas de música y ropa en los Grandes Almacenes, libros en las papelerías de barrio, cualquier cosa en los autoservicios. El día en que no perpetraba un robo, faltando a mi cometido, descuidando mi misión en la tierra, se revestía para mí de un carácter trágico. Removíase mi conciencia, que no me perdonaba la desidia... Procuré inculcar ese hábito a mis amigos, y empezamos a divertirnos juntos. Los más pequeños de la pandilla traían a la “cabaña-cuartel” mandarinas de las tiendas, tebeos de los quioscos, material escolar del Colegio,... Los mayores nos decantábamos ya hacia el alcohol, los preservativos y los pequeños artilugios que se pueden regalar a las mujeres. Una de mis hazañas más notables fue sustraer una peluca de un departamento de El Corte Ingles, llevándomela puesta. Se la obsequié a mi madre, que estaba loca y gustaba de disfrazarse. El día en que mi padre, para conmemorar mi recién estrenada mayoría de edad, me regaló una moto robada, se avivó hasta lo indecible la llama de esa pasión mía por el desorden en la propiedad. Según parece, hubo un accidente, una colisión en la que se vio involucrado un motorista. Mucha gente acudió a ayudar a los heridos, entre ellos el dueño del ciclomotor. Mi padre se acercó, y aguardó. Cuando se disolvió el tumulto, y ya no quedaba nadie en los alrededores, cogió la moto y la echó en la furgoneta. Habiéndole conseguido una matrícula falsa, la escondió en un antiguo cebadero hasta el día de mi cumpleaños. Nunca se me olvidará ese detalle de mi progenitor, al que debo el cultivo de mis mejores cualidades. Todavía hoy, siempre que puedo, regalo algo robado.

Cuando aprobé la oposición al cuerpo de profesores de bachillerato, mi flamante condición de funcionario me permitió progresar todavía más por esa vía de la ilegalidad y del delito. Adquirí un coche que debía pagar en cuarenta y ocho plazos, y no hice frente a ningún recibo. Me lo llevé al extranjero, a Budapest, dejando mi cuenta en números rojos. La Citröen me localizó finalmente gracias al buen trabajo de un detective, al cabo de tres años; y la Banca Nacional de París, concesora del préstamo, me inscribió muy arriba en su lista de morosos.

Falsifiqué la dirección que constaba en mi carné de conducir, y durante mucho tiempo no pagué ninguna multa. No me llegaban las notificaciones. Compré también a plazos una bicicleta en Galerías Preciados, y sólo pagué la mitad. Una empleada de este establecimiento llamaba periódicamente a mi madre, intentando conseguir mi dirección. La pobre, en su desvarío, le contestaba que todavía no había regresado de China. En fin, me aproveché de la honorabilidad que se supone en un funcionario para dar trabajo extra a los Departamentos de Ventas y a los detectives privados de la Banca.

Otro recuerdo encantador de mi juventud sitúa en mi casa a unos cuantos hombres encorajinados intentando embargar cualquier cosa, desesperándose por la inexistencia de los bienes que pretendían secuestrar, por la falta de valor de los demás enseres y por las palabras de mi padre, que eran siempre las mismas. “Si quieren me pueden llevar a la cárcel, pero entonces no trabajaré y no podré pagar lo que debo. Ustedes verán...”

Mi padre. ¡Cuánto gasóleo hemos robado juntos de los camiones y de los tractores, cuántas herramientas de los talleres, cuánto material de construcción de las obras...! ¡El sí que era un educador!

Llegó sin embargo el momento en que uno de mis peores robos, sustracción de considerable cuantía, obtuvo la aprobación del Estado y el beneplácito de la ley: fue el día en que me ingresaron mi primera nómina de profesor agregado. Y eso sí que soliviantó mi conciencia. Demasiado dinero por nada; demasiado dinero por dominar a un hatajo de infelices desprovistos de poder; demasiado dinero para que cerrara los ojos al oprobio de la docencia; demasiado dinero para un soborno; demasiado dinero, robado a toda la comunidad, por permitir que me imbecilizaran y seguir a rajatabla el lema de Cortázar (“mandar para obedecer, obedecer para mandar”); demasiado dinero por deponer las armas de la crítica y abdicar de la soberanía sobre mi inteligencia; demasiado dinero sustraído a todo un país, aquiescentes la ley y el Estado. ¡Los profesores, menudos ladrones de guante blanco! ¡Menudo robo a todo el mundo, particularmente a los más humildes!

Si al acto de robar se le extirpa ese componente de atentado contra la moral hipócrita y de desobediencia a la arbitrariedad de la ley, pierde para mí todo su interés y todo su valor. Reivindico, una y mil veces, los innumerables pequeños hurtos de mi padre, llenos de poesía, de imaginación, de juego infantil y burla inocente, pero también impregnados de un sentimiento certero de la equidad social (nosotros, miserables, robábamos a fin de cuentas a quienes algo tenían que defender), atravesados por un instinto profundo de rebeldía e insumisión -desacato a la ley lo mismo que a la moral, al Estado como a la Iglesia- y por un desdén absoluto hacia todo lo que ostentara el título de “propiedad privada”. Agentes de una nueva redistribución de los bienes (robábamos para regalar), estimábamos más que nada el gesto en sí mismo, exorcizando a través de él todos los demonios de la apropiación particular y de la disciplina fetichizada. Muy lejos de esta inteligencia maldita del robo, de esta sabiduría díscola del delito, se halla el atraco periódico del funcionario: este hombre roba para obedecer, por haber renunciado a la autonomía de su conciencia, víctima de la moralidad dominante y juguete de la legalidad de los ricos. Roba a toda la sociedad para afianzarse en su cúpula, cubiertas sus espaldas por la ignominia de la organización estatal. No pude contarme mucho tiempo entre ese gentecilla gris, tarada, del crimen legalizado. Capaz de robar a un maestro su estúpido maletín, no soportaba el insulto mensual de la nómina en mi cuenta. Seguiré robando, y no ejerciendo... Si me corrompió la pobreza, dulce veneno el que emponzoñó mi alma. Seré fiel a mi feliz corrupción. Nada espero de los códigos jurídicos, nada de las instituciones civiles, nada de vuestra idea del Bien, nada de la propiedad, nada del asentimiento, nada de los padres que enseñan a sus hijos a trabajar, nada espero de nada.

Desesperado como yo, Basilio en cambio no roba... Una vez más, su desesperación es de un orden superior a la mía: tampoco espera nada de la insumisión programática, de la rebeldía consciente, de la desobediencia que obedece sin embargo a una filosofía concreta, de los padres que enseñan a robar a sus hijos... El sí que no espera nada de nada; espera menos que nada de menos que nada.