Centenari enric valor

dissabte, de desembre 28, 2013

La alienacion del trabajo

Durante el siglo XVII tuvieron lugar una serie de acontecimientos de gran importancia en la política europea que contribuyeron al establecimiento del Estado moderno como forma política dominante. Entre estos acontecimientos decisivos caben destacar aquellos que en el terreno bélico supusieron unas innovaciones tecnológicas que aumentaron la potencia de fuego de los ejércitos, a lo que hay que sumar las nuevas técnicas de combate que significaron un incremento numérico sin precedentes de los efectivos, lo que implicó la formación de la estructura organizativa central del Estado moderno para, así, hacer acopio no solo de los recursos materiales y económicos necesarios para preparar y hacer la guerra sino también para un mayor control de la población.[1] De esta forma el Estado moderno constituyó la respuesta organizativa de las elites dominantes con la que extender su control sobre la sociedad para supeditarla a sus intereses.[2] Todo esto obedecía en última instancia a las exigencias de la esfera internacional del momento en la lucha por la hegemonía mundial, lo que supuso una permanente carrera de armamentos que contribuyó a dejar extenuadas las economías y sociedades de los diferentes países involucrados en estos conflictos.[3]
No cabe duda de que las rivalidades de los diferentes países en su pugna por la hegemonía mundial contribuyeron decisivamente a la aparición y desarrollo del Estado moderno,[4] y con ello a su extensión y consolidación en dos sentidos diferentes: a nivel interno en relación al dominio que ejercen las elites mandantes sobre sus dominados, y a nivel externo con la generalización de este modelo de organización política a partir de la paz de Westfalia en 1648 que dio lugar al actual sistema internacional de Estados. En este sentido el contexto internacional, y sobre todo las fuerzas que presionan desde el exterior a través de la estructura de poder internacional, ha contribuido a la formación del Estado moderno. Ello significó el afianzamiento y expansión de la estructura social de clases que le es inherente, al mismo tiempo que permitió la reorganización general del conjunto de las relaciones sociales. En lo que a esto último se refiere el Estado jugó un papel fundamental en tanto en cuanto dicha reorganización de la sociedad fue puesta en marcha a través de dos procesos íntimamente relacionados: la formación y desarrollo del incipiente capitalismo mediante el establecimiento de la estructura legal e institucional que lo hizo posible,[5] y el proceso de industrialización que proveyó al Estado de los medios materiales, financieros y económicos para hacer la guerra. Entre las principales consecuencias de esta reorganización de las relaciones sociales se encuentran la aparición de la propiedad privada en los medios de producción y el trabajo asalariado.
En la medida en que el Estado se apropió de la capacidad legislativa con la que imponer sus propias leyes también dio lugar a la apropiación económica de la tierra a través de la propiedad privada. La normativa legal, fruto de la desigualdad política que significa la existencia del Estado, fue la que dio origen a la desigualdad económica con la institución del derecho a la propiedad privada que desde entonces recibió la protección del aparato represivo, judicial y burocrático del Estado. El propio Estado, a través del monopolio de la violencia que detenta sobre el territorio de su jurisdicción, se ocupa de supervisar el complimiento de la legislación por él mismo creada y de proveer así de la correspondiente seguridad jurídica que protege la propiedad privada y a la clase capitalista. De este modo las relaciones sociales fueron transformadas completamente a través de la apropiación, primero jurídica y después económica, de la tierra y consecuentemente del conjunto de los medios de producción que hasta ese momento habían pertenecido a la comunidad popular.[6] Con ello apareció el trabajo asalariado como forma de producción predominante en el sistema capitalista que facilitó la monetización de las relaciones sociales, y al mismo tiempo su sometimiento a la lógica del capital.
La propiedad privada en los medios de producción es la base sobre la que se fundan las principales relaciones de explotación inherentes al sistema capitalista, y que encuentran en el trabajo asalariado su más acabada expresión en la medida en que el trabajador o trabajadora pone su fuerza de trabajo al servicio de otros. Esta nueva forma de explotación no se diferencia en nada sustancial de la esclavitud antigua con la única particularidad de que la relación entre el explotador y el explotado se encuentra mediatizada por un salario.
La propiedad privada da poder a la clase explotadora compuesta por los capitalistas, quienes imponen las condiciones económicas y laborales por las que los trabajadores deben vender su fuerza de trabajo. Asimismo, el trabajo asalariado ha significado la extensión y profundización del control de los propios asalariados bajo formas renovadas y perfeccionadas. Mientras que en la antigüedad el esclavista únicamente se limitaba a dar aquellas órdenes que sus esclavos debían cumplir, dejando a estos un margen de maniobra para organizar por sí mismos el trabajo, con el trabajo asalariado el propio capitalista organiza el trabajo que sus empleados deben realizar. De esta forma el control es aún mayor, lo que impide por un lado la reflexión y por otro la iniciativa y el desarrollo de las capacidades propias del trabajador.
La organización de la producción y consecuentemente del trabajo en el seno de la empresa capitalista descansa sobre un modelo autoritario en el que la propiedad privada es su base. La división del trabajo y su parcelación obedece a exigencias de este modelo en el que se busca no sólo la eficiencia y la productividad, sino sobre todo un mejor y mayor control sobre la fuerza de trabajo al quedar los trabajadores a expensas de las órdenes de los patrones y, por tanto, de la propia disciplina impuesta por la empresa. La tendencia del trabajo asalariado es la de nulificar al sujeto al convertirlo en un ser inhábil permanentemente dependiente de las órdenes del patrón de turno que dirige y organiza todo su trabajo. A todo lo anterior ha contribuido sustancialmente el proceso de tecnificación que no ha estado solo dirigido a incrementar la producción y los beneficios de la empresa, sino fundamentalmente a someter al propio trabajador a los ritmos de la máquina, a anular su capacidad reflexiva mediante rutinas igualmente mecánicas que son interiorizadas, y a separar a los propios trabajadores a través de una creciente parcelación y especialización.
Pero el trabajo asalariado ha servido fundamentalmente para una degradación moral del propio sujeto al quedar a expensas de la clase empresarial que le contrata y le impone sus condiciones. La monetización de la relación laboral camina en ese sentido ya que establece una dependencia estructural del trabajador con la clase explotadora que detenta la propiedad de los medios de producción, y por tanto a la que se ve obligado a vender su libertad. La existencia del sujeto queda limitada al ámbito puramente material en tanto en cuanto la necesidad de garantizarse un sustento depende de terceros a cuya merced se encuentra, lo que se convierte en su principal estímulo. Resulta bastante ilustrativa a este respecto la siguiente observación de Proudhon:
“¿Sabe usted lo que es ser un trabajador asalariado? Es trabajar bajo las órdenes de otro, atento a sus prejuicios, incluso más que a sus órdenes. (…) Es no pensar por uno mismo (…) no tener más estímulos que ganar el pan cotidiano y el miedo a perder tu trabajo. El asalariado es un hombre a quien el patrón que le ha contratado le dice: “lo que tienes que hacer no es asunto tuyo, no tienes ningún control sobre ello””.[7]
Por otro lado la dependencia que se manifiesta en el terreno económico y laboral no se circunscribe a estos ámbitos sino que se extiende a todas las demás esferas de la vida. El trabajo asalariado impide que el sujeto se posea a sí mismo en la medida en que genera un contexto social y relacional que moldea su existencia y su forma de ser en el mundo.
El agravamiento de las condiciones de explotación laboral que entraña el trabajo asalariado ha conllevado una creciente absorción del tiempo del sujeto con la prolongación de la jornada laboral más allá de las 8 horas diarias, a lo que hay que sumar el tiempo que se emplea en el transporte cotidiano para llegar al centro de trabajo y que necesariamente también forma parte de ese proceso de explotación.[8] De este modo el sujeto es poseído por su propio trabajo y se convierte en objeto, en un recurso descartable utilizado por la empresa. La vida del trabajador pasa a ser un bucle cerrado que se reproduce infinitamente en una serie de quehaceres desprovistos de mayor significación: trabajar, regresar del trabajo, cenar, dormir, despertarse, desayunar, volver al trabajo, etc… Así es como la vida del trabajador deja de ser su vida para pasar a ser la vida de la empresa para la que trabaja y para la que también vive. De esta forma el trabajador vive la vida que la empresa, y por ende el capitalismo y sus elites dominantes, le impone. Se trata de una vida inauténtica al no haber sido elegida libremente sino impuesta por las circunstancias de escasez general creadas por el contexto social y económico capitalista. El sujeto no vive su vida sino la de otro, la de alguien que resulta funcional para las metas impuestas por el sistema capitalista. Esto explica al mismo tiempo que las metas del sujeto no sean las suyas sino las del capitalismo. 
La alienación no consiste únicamente en suplantar la vida del sujeto por aquella que el sistema de opresión en el que vive le impone, sino también en la remodelación, recreación y reproducción de identidades construidas desde el exterior. El sujeto no se autoconstruye con una identidad propia y un proyecto de vida auténtico, sino que por el contrario vive siendo alguien distinto a quien realmente es o desearía ser al mismo tiempo que queda sometido a un proyecto vital que no se corresponde con sus aspiraciones más profundas.  Existe, entonces, una contradicción entre el sujeto y el medio que le circunda, entre sus anhelos y lo que en la práctica es, entre el yo ideal y el yo real. Es la completa desposesión del individuo que ya ni siquiera tiene identidad propia al no haber en él nada de auténtico.
La despersonalización y deshumanización que conllevan la alienación pasan a ser completas cuando la identidad y las metas impuestas son asumidas como propias, o en su caso cuando al saber que no son propias se utilizan válvulas de escape con las que evadir la responsabilidad de enfrentarse a esa realidad. La frustración genera estas válvulas de escape que pueden ser sencillamente mundos imaginarios construidos por la infracultura dominante, pero también puede ser la drogadicción, el alcoholismo, el consumismo de todo tipo, etc., que sirven para sobrellevar la forma de vida destructiva inherente al trabajo asalariado y a la desposesión de uno mismo. La consecuencia directa de este proceso es la destrucción del mundo interior del sujeto y del propio sujeto en tanto que tal.
La sociedad capitalista se estructura a través de células organizativas cuya razón de ser es esencialmente pragmática, y por tanto están dirigidas a la consecución de unos objetivos muy claros y determinados: obtener beneficios. Dentro de estas células no hay posibilidad alguna para la coexistencia de otros objetivos distintos de aquellos para los que fueron concebidas, de tal manera que la actividad de todos quienes las integran está dirigida en un mismo sentido al existir en su seno unas jerarquías y unas minorías que establecen las directrices generales.[9] Esto hace que las relaciones sociales estén mediatizadas por el dinero o el interés material, y que no existan espacios para hacer vida en común. Así es como el sometimiento de las relaciones a la lógica del capital contribuye a un paulatino aislamiento del sujeto respecto a los demás, unido a las incompatibilidades horarias que ello acarrea y que inevitablemente contribuyen a alejar a unos de los otros. El sujeto no sólo pierde tiempo para sí mismo debido a la absorción que el trabajo asalariado ejerce sobre su persona, sino que también lo pierde para relacionarse con los demás. En gran medida el trabajo asalariado destruye a la persona al dejarla sin relaciones y vida social, al mismo tiempo que es forzada a pasar más tiempo con desconocidos en los transportes públicos, o simplemente con los compañeros de trabajo con los que tiende a mantener una relación meramente profesional. El deterioro de las relaciones sociales tiene como consecuencia el deterioro del propio sujeto, y la soledad y aislamiento que conllevan significan una mayor vulnerabilidad a la hora de afrontar los desafíos que la propia vida plantea. 
La pérdida de la sociabilidad, la anulación de la capacidad reflexiva, la deshumanización que conlleva el ser poseído por el trabajo y las empresas, el carecer de una identidad y de un proyecto de vida auténticos son, en definitiva, el reflejo de un sistema existencialmente opresivo y alienante que convierte a las personas en objetos, en instrumentos a su servicio que son manipulados y dirigidos para la satisfacción de los intereses del propio sistema. Por esta razón la desaparición del trabajo asalariado es lo que puede permitir una regeneración de lo humano que hoy, en las sociedades capitalistas donde impera esta forma de producción, se encuentra en avanzado estado de descomposición. Pero nada de esto es posible sin la destrucción de aquellas instituciones liberticidas que, como la propiedad privada y el Estado, constituyen la base estructural y de poder sobre la que se asienta el trabajo asalariado y que, por tanto, niegan al sujeto su más intrínseca humanidad.


[1] Los cambios tecnológicos en el ámbito bélico que propiciaron las sucesivas revoluciones militares así como sus consecuencias políticas son abordados en las siguientes obras: Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Clifford J. Rogers (ed.), The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, Madrid, Alianza, 2002. Eltis, David, The Military Revolution in Sixteenth-century Europe, Barnes Noble Books, 1998. Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State, 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1980. Knox, McGregor y Williamson Murray (eds.), The Dynamics of Military Revolution, 1300-2050, Cambridge, Cambridge University Press, 2001. En cuanto a la relación entre la guerra y la formación del Estado moderno son destacables los siguientes estudios: Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, 1992. Tilly, Charles, War and the power of warmakers in western Europe and elsewhere, 1600-1980, Michigan, Universidad de Michigan, 1983. Tilly, Charles, “Guerra y construcción del Estado como crimen organizado” en Relaciones internacionales: Revista académica cuatrimestral de publicación electrónica Nº 5, 2007. Finer, Samuel, “State- and Nation-Building in Europe: The Role of the Military” en Charles Tilly (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163. Oppenheimer, Franz, The State, Canadá, Black Rose Books, 2007. Hintze, Otto, “La organización militar y la organización del Estado” en Josetxo Beriain Razquin (coord.), Modernidad y violencia colectiva, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2004, pp. 225-250. Leval, Gastón, El Estado en la historia, Cali, Otra Vuelta de Tuerca. Barclay, Harold, The State, Londres, Freedom Press, 2003.
[2] Sobre el modo en el que la guerra afectó a la organización de la sociedad y a su posterior evolución son reseñables los siguientes estudios sociológicos: Mcneill, William, La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1998. Hale, J. R., War and society in Renaissance Europe 1450-1620, Guernsey, Sutton Publishing, 1998. Tallett, Frank, War and Society in Early Modern Europe: 1495-1715, Londres, Routledge, 1997. Anderson, M. S., Guerra y sociedad en la Europa del Antiguo Régimen (1618-1789), Madrid, Ministerio de Defensa, 1990. Bond, Brian, Guerra y sociedad en Europa (1870-1970), Madrid, Ministerio de Defensa, 1990.
[3] La íntima relación entre poder económico y poder militar queda perfectamente reflejada en las siguientes obras: Kennedy, Paul, Auge y caída de las grandes potencias, Barcelona, DeBolsillo, 2006. Gilpin, Robert, War and Change in World Politics, Cambridge, Cambridge University Press, 1981. En ellas queda patente la dependencia del poder militar de las potencias con su capacidad económica e industrial, y de cómo esta relación es la que ha dado lugar a cambios en la estructura política internacional cuando determinados Estados ya no disponen de esa capacidad económica necesaria para mantener su posición en el sistema internacional, y por lo tanto para costear los gastos que supone mantener su poderío militar. En una línea similar a las obras antes citadas cabría añadir, aunque con algunos matices, Acemoglu, Daron y James A. Robinson, Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity and Poverty, Profile Books, 2013.
[4] Hintze, Otto, Historia de las formas políticas, Madrid, Revista de Occidente, 1968. Rodrigo Mora, Félix, La democracia y el triunfo del Estado. Esbozo de una revolución democrática, axiológica y civilizadora, Morata de Tajuña, Editorial Manuscritos, 2011. Waltz, Kenneth, Man, the state and war: a theoretical analysis, Nueva York, Columbia University Press, 1959.
[5] Hintze, Otto, Op. Cit., N. 4. A lo largo de esta obra Otto Hintze realiza diferentes análisis sobre el papel  jugado por el Estado en el desarrollo del capitalismo, y cómo sin su intervención no hubiera sido posible su aparición. Cabe apuntar que la tesis de Hintze no consiste en establecer un determinismo en el que el Estado es la causa del capitalismo, sino que deja de manifiesto que constituyó un importante facilitador para su desarrollo como sistema económico y social sin el cual jamás hubiera llegado a ser lo que hoy es. Prueba de ello es que el Estado creó la estructura legal que protege, y por tanto da seguridad, a los dueños de los medios de producción para garantizar la explotación de la mano de obra y la consecución de beneficios.
[6] Rodrigo Mora, Félix, Naturaleza, ruralidad y civilización, Brulot, 2011.
[8] No hay que olvidar la omnipresencia del reloj en las sociedades industriales que ya fue destacada en Mumford, Lewis, Técnica y civilización, Madrid, Alianza, 1992. El factor tiempo ocupa un papel primordial en el control y regulación de la vida de las personas, tanto dentro como fuera del trabajo. Asimismo, la velocidad que ha impreso el desarrollo tecnológico ha dado lugar a la ruptura de las barreras espacio-temporales, lo que ha conllevado una permanente aceleración de los ritmos de vida que son impuestos a la sociedad para satisfacer las exigencias del poder. En este sentido son esclarecedores los ensayos de Virilio, Paul, El cibermundo, la política de lo peor, Madrid, Cátedra, 2005. Virilio, Paul, La bomba informática, Madrid, Cátedra, 1999. Virilio, Paul, Lo que viene, Madrid, Arena Libros, 2005.
[9] Zinoviev, Alexandr, La caída del Imperio del Mal, Valencia, Bellaterra, 1999.